Nuevo país y nuevos matices en la celebración de la 'Fiesta del Cordero'
fotos / Imágenes y palabras / Textos
Millones de musulmanes en todo el mundo celebraron esta semana su día grande: Id al Adha, popularmente conocido como fiesta del cordero o del sacrificio, que podría equipararse en importancia a la Navidad de los cristianos.
Para aquéllos que residen fuera de sus países, la tradición toma unos matices diferentes. Era día lectivo (salvo en Ceuta y Malilla, donde por primera vez fue fiesta local) y, por tanto, el trabajo fue ineludible. La costumbre marca que cada hombre casado tiene que matar un cordero. Se hace en casa, en familia, a las diez de la mañana. Pero lejos de su tierra no siempre es posible. En España, la ley lo prohíbe. No pueden sacrificarse animales fuera de los mataderos. Y aunque la inmensa mayoría de los musulmanes residentes aquí respeta las normas y acude a comprarlo a la carnicería del barrio, hay algunos que prefieren arriesgarse y matarlos ellos mismo.
Sí visita una granja catalana. A lo largo de la mañana, hombres en su mayoría, aunque también se ven mujeres y niños, entran a comprar el cordero. Días antes lo han reservado. Pagan alrededor de 200 euros por cabeza de ganado. Y allí mismo lo sacrifican. Siguen el rito musulmán: mirando a La Meca y mentando a Alá, antes de degollar al animal, “para que salga bien la sangre y la carne sea más sana y sabrosa”, explica un senegalés.
La tradición se antepone
“No puede ser cualquier cordero. Tiene que tener más de seis meses y estar sano. No puede ser ciego, ni cojo, ni que le falte una oreja, ni que tenga el rabo cortado”, explica un marroquí que lleva varios años sacrificando el cordero él mismo. El ambiente es tranquilo. Cada uno está a lo suyo. Hablan entre ellos y si lo necesitan, se ayudan unos a otros. Los más pequeños observan atentos, y cuando les inunda el aburrimiento, se acercan al corral de gallinas o de terneras, juegan y ríen.
Sin embargo, la nostalgia reina en el ambiente. A todos les gustaría estar en su país, y poder hacerlo en su casa, rodeados de su familia. Como lo han visto hacer siempre y como ellos mismo lo hicieron hasta que emigraron.
Para algunos ya hace mucho tiempo de eso. Como para Anaya, una de las pocas mujeres que ayuda a su marido durante el sacrificio. Vive desde hace 20 años en Badalona, y es la primera vez que degüella al cordero desde que vive aquí. Sus hijos, de 18 y 16 años, y nacidos en Catalunya, “sólo lo han visto sacrificar una vez en Marruecos. Para ellos, lo normal es comprarlo en la tienda y cocinarlo. Y eso sí, han aprendido a hacerlo al estilo tradicional”, asegura orgullosa.
Y es que cocinar el cordero se convierte en otro ritual especial. Sí se cuela en casa de la familia Tahiri en Barcelona. Allí, el barullo se extiende por todo el hogar de Mohamed y Fatna, que ya ha puesto la olla exprés en el fuego.
“Día del cordero, día de hambre. Es lo que siempre decimos en Marruecos”, afirma Mohamed mientras prepara el hígado para hacer los pinchitos típicos de esta fiesta. “Hay tanto trabajo que hacer que realmente comemos menos que un día normal”, asegura. Mientras coloca los filetitos de hígado sobre la barbacoa eléctrica, Fatna, su mujer, limpia los intestinos y el estómago, que serán, junto con los riñones, los principales ingredientes del tradicional estofado.
La fiesta en casa
“Si estuviéramos en Marruecos, serían las mujeres solas las que cocinarían. Pero aquí tengo que ayudar. Ahora está ella sola”, dice refiriéndose a Fatna.
Al rato llega la hermana de ésta, Jadi, que también vive en Barcelona. Se lava las manos y comienza a colocar trozos de carne, forrados en una fina de capa de grasa, en los pinchos.
En el salón, el hermano de ambas, Mustafa, el marido de Jadi y los niños hablan, juegan y ríen. La televisión que preside la sala no cesa de mostrar imágenes de la celebración en países árabes: en La Meca, en una residencia de ancianos en Argelia, en las calles de los barrios…
“Lo más importante del día es practicar la religión”, asegura Mohamed sobre la jornada. También le importa que sus tres hijos, que aún son muy pequeños, “conozcan con el ejemplo lo que es la fiesta, para que no pierdan las raíces”, añade pensativo.
Una celebración que supone un gran esfuerzo económico para esta familia, en la que ambos progenitores están en paro. “Llevamos ahorrando seis meses”, reconoce el padre de familia.
El delicioso aroma va invadiendo todos los rincones del pequeño piso barcelonés. El suave silbido de la olla exprés, va tomando fuerza. Se vuelve ensordecedor y rápidamente Fatna apaga el fuego. Coge la olla y la pone bajo el chorro de agua fría. La apoya en la encimera, y la destapa. Zambulle una cuchara en la salsa, la prueba y sonríe. ¡La cena está lista!
“Toda la familia comemos del mismo plato”, dice Fatna mientras coloca la fuente con el guiso sobre la mesa camilla, junto a los pinchitos, el pan, la cebolla picada y cruda, para rebajar la grasa, y la bandeja con la tetera y los vasos.
Todos ríen cuando Rayan, el hijo más pequeño de Mohamed y Fatna, bromea con la boca llena. Es un día feliz. Están felices.
Reportaje publicado en Sí, Se Puede. El Periódico de la Integración (20-26 de noviembre de 2010)